27 de mayo de 2010

En la oscuridad de la noche

La irracionalidad me conquista. Los viejos hábitos regresan y las ideas brotan al compás de un corazón herido. He experimentado la sensación más hermosa de este mundo; he compartido con otra alma mi existencia; y dejé atrás el viejo sentimiento de soledad, gracias a las caricias, las palabras y la mirada de una mujer.

Pero heme aquí, rodeado de demonios: algunos con rostros conocidos. En este momento de sentimientos intensos, hago a un lado aquello que me hacía sentir ofuscado, y me dejo seducir por todo aquello que me hace sentir miserable. Recuerdo entonces que las acciones valen más que las palabras. Puedo decir tanto, y a la vez decir nada. ¿Será que no me entienden? ¿Será que no quiero ser entendido? Los demonios se acercan.

El primero de ellos me toma: soledad. Siento un gran vacío... mi mente sufre, pero no es capaz de encontrar la paz; mi pecho se revienta, es casi como si mi corazón quisiera dejar de latir. Ahora que lo pienso, los latidos son muy distintos, no hay esa singular alegría en cada uno de ellos; hay agonía. Me aferro a la vida tal y como la conozco: he probado sus bondades, he reído, he disfrutado, la he abrazado, me he perdido en sus ojos. Ante este panorama desolador, sólo puedo pensar en ella. Deseo tanto abrir mis ojos y poder ver su figura frente a mí, extendiendo su mano, y pronunciando "todo va a estar bien".

El segundo demonio se acerca a mí: impotencia. Mis errores me persiguen. ¿Por qué es tan difícil de verlos anticipadamente? ¿Por qué? Si traen tanto mal consigo, ¿por qué no los puedo divisar antes? Son tan pesados, tan poderosos, que arrancan de mí cualquier señal de esperanza. La estela de este desolado lugar me ha envuelto. No tengo las fuerzas necesarias para luchar en su contra. Lejos de que todo dé vueltas, todo está bloqueado en mi cabeza. Recuerdo dónde está físicamente por el intenso dolor. Siempre esa punzada tan particular. Las memorias atacan mi ser: aquel día en que nos dimos el primer beso, la primera vez que la tomé de la mano, o la primera vez en que le dije "te amo", aquel pavor de que saliera corriendo, o que creyera que podía utilizar esa palabra indistintamente.

Mi mente me da una pizca de racionalidad. Tantos sucesos que no fueron, sino con ella. ¿Lo sabrá? A pesar de que no me cansé de repetirle todo lo que siento, temo que aún no lo sepa. No me queda duda, ahí está el tercero de ellos: miedo. No quiero volver a cerrar mis ojos, no quiero moverme de este lugar. En el último suspiro de esperanza, confío en que ella está aquí, que nunca me ha abandonado. Si cierro mis ojos, si me muevo, ella podría no estar, podría no volver. Sin ella todo cambia. Ella me da tranquilidad, ella me ayuda a seguir adelante. Pero sin ella, sin ella soy presa fácil. Como si fueran pensamientos propios, palabras ajenas comienzan a rondar mi mente: "nunca me voy a ir", "siempre estaré contigo", "eres todo para mí", "mi felicidad eres tú". Mis ojos bien abiertos, comienzan a llenarse de lágrimas, las cuales irremediablemente riegan con su tristeza el suelo donde me encuentro, de pie, sí; pero con la mirada encajada en el piso.

Como si el tiempo hubiere detenido su marcha, descubro aterrorizado que aún hay más. La desesperanza me ha inundado. Mi cuerpo pierde su fuerza; las rodillas totalmente dobladas, tocan el suelo; los músculos del cuello apenas logran mantener mi cabeza en determinada posición. De pronto mis oídos perciben melancólicas notas. Una suave melodía que evoca ideas, recuerdos y sentimientos. ¿Cuánto daño he hecho? ¿Por qué ha sido? ¿Soy una mala persona? ¿Atento en contra de los seres que amo? ¿Cuánto amor cabe en mi cuerpo? ¿Cuánto doy? ¿Es suficiente? ¿Cuánto más?

Las palabras se detienen... ¿es éste el fin? ¿Acaso encontraré el consuelo para las horas subsecuentes? Descubro que sigo sentado en la misma silla negra que está en mi habitación. Si alzo la mirada puedo descubrir mi cama destendida. Cuando mis ojos llegan al frente, encuentran el monitor de la computadora y descubro su imagen: una fotografía de ambos. El tiempo poco a poco recupera su marcha. Puedo pasar horas, días enteros pensando en ella. Continúo observando la fotografía. Detengo mi análisis en sus ojos: en ellos hay amor, un amor que es para mí. Sus manos con las mías, denotando que no hay caminos para nosotros: hay uno solo. No puedo ser tan malo, no puedo estar lleno de porquería... no si estoy inmerso en ese sentimiento; no si lo único que quiero decirle es "te amo".

Una vez más, la noche ha sido cómplice. Una vez más, el cansancio ha triunfado. Cerraré los ojos, porque confío en que cuando los vuelva a abrir, ella extenderá su mano hacia mí y dirá: "tú eres mi corazón"